miércoles, 15 de junio de 2011

Pequeñas cosas ridículas

A veces bastan unas cuantas palabras, algún gesto, una sonrisa cándida o qué se yo, para que mi estúpido pecho se infle de esa ternura que de pronto me abruma y me recuerda lo ridículamente sensible que soy.
Ayer me pasó, cuando te vi acariciando al perro, e imaginando, no de a gratis, que nos hacíamos chiquitos y nos montábamos en su lomo para que nos llevara a comprar la leche necesaria para monchear a gusto; un cereal como Dios manda, y no los corn pops encima de la mesa sucia, como los estábamos comiendo.
Miraste al perro a los ojos y dijiste "seguro nos llevaría, ¿cómo no nos va a llevar? mira esa cara" y sí era cierto, los ojos del Negro sin pizca de maldad... en un dos por tres hubiéramos llegado al Oxxo y en otro dos por tres estaríamos de regreso, sanos y salvos.
Me gusta cuando eso pasa, porque de golpe me llega el conteo del amor que le tengo a la gente, y veo, como en un juego de programa barato de televisión, las rayitas que se prenden dentro de mi.

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