sábado, 26 de noviembre de 2011

Importante paréntesis

Antes de relatar la segunda parte de una de las noches más locas de mi vida, quiero contarles, amiguitos y amiguitas, varias cosillas en las que no dejo de pensar.

1) La primera y más importante, conocí al maestro José Emilio Pacheco. No platiqué con él, no estreché su mano, no le dije "Maestro, me encantan sus libros" o alguna pendejada de esas. Simplemente pude observarlo durante una hora, más o menos, mientras presenciábamos el homenaje a su esposa, Cristina Pacheco. Al principio me emocioné al saber que él estaría ahí, pero cuando lo vi sentado, sin poder sostener la cabeza firmemente y moviéndola compulsivamente, apoyando las manos en un bastón, me entristecí. Se veía tan viejito y tan indefenso, con pocos años de vida por delante... arrgg ¡no! Mi preocupación cedió un poco al notar que se mantenía muy atento a lo que los panelistas decían de su mujer, y que aplaudía con fuerza al finalizar las intervenciones. Cuando le llegó el turno a Cristina Pacheco, habló con la "elocuencia sencilla" que la caracteriza, pero sin duda, lo que más me conmovió, fueron las palabras que le dedicó a José Emilio. Curiosamente, no las incluyó en su discurso, sino que terminó, sin hacer ninguna alusión a él, para después sentarse. Unos segundos después se paró como resorte, e interrumpió a la maestra de ceremonias para pedir el micrófono y ahora sí, darle el lugar que el amor de su vida merece, con estas palabras:
“Es posible que no tenga muchos lectores, pero tengo siempre uno. Desde muy tempranito se levanta y va por La Jornada y me dice suavemente 'salió tu texto'. Para corresponderle ese acto inmenso de generosidad lleno la casa con el olor del café”
¿Se imaginan tener un amor así de bonito? Qué envidia, qué envidia y qué felicidad por aquellos que lo tienen.
Una vez terminado el homenaje, la gente se avalanzó sobre la periodista para llenarla de halagos y felicitaciones, mientras que el maestro José Emilio se hacía a un lado, esperando pacientemente a su esposa. Fue en ese momento cuando bastantes pubertas, seguramente de secundaria, época en la que GRACIAS AL SEÑOR te ponen a leer "Las batallas en el desierto", se le acercaron y le pidieron una fotografía. Pacheco accedió a todas y cada una de las peticiones, con una mirada un poco nerviosa, sin perder de vista a su inseparable Cristina.

2) Hablando de escritores y libros épicos, he estado comprando muchos últimamente, que esperan ser leídos adentro de una bolsa amarilla. Este fin de semana que estoy en casa de mis papás, me di cuenta que acá también me esperan muchos libros. Aún no termino el de Xavier Velasco, ni he comenzado con uno de Kapuscinski, ni varios de poesía que saqué de la biblioteca familiar, ni las novelas policiacas de Taibo II, ni la colección infantil que compré en la librería Alí Chumacero por un precio más que decente. Nuevamente, ARG! necesito hacerme tiempo para leer tanta chingonería, en vez de estar rebloggeando cosas en el tumblr.

3) Y para terminar con los libros, últimamente he masticado la idea de escribir algo para niños. De niña escribía cuentos, y leía uno tras otro, los libros de la colección "A la orilla del viento", entre muchas otras. Así que quiero pensar que poseo el conocimiento, aunque aún no decido qué tema podría tratar. Seguramente me decidiré por la historia de alguna niña gordita pero intrépida.

4) He estado teniendo muchos sueños relativos a animales, pero no son bonitos ni tiernos ni educativos. Por el contrario, son muy explícitos y en todos ellos, mueren cuyos, perros, gatos y hamsters por igual. Ahora mismo no recuerdo alguna causa de muerte, sólo sé que todos mueren dramática y violentamente por mi culpa. Despierto angustiada e incómoda, y me pongo a tragar como cerdo todo lo que esté a mi paso. Al mismo tiempo, he extrañado mucho a mi perro, que dicho sea de paso, lleva una vida decente desde hace apenas 2 años, ya que antes no le dábamos los cuidados necesarios, ni a él ni a su madre. Ahora ambos viven mucho más felices en un espacio amplio y limpio, no como antes que los teníamos amontonados en una terracita sucia. Tampoco los acariciábamos ni convivíamos con ellos, con el pretexto de que no sabían estar adentro de la casa, pero ahora procuramos sacarlos a pasear, acariciarlos, darles de vez en cuando jamón o salchicha como premio, y hasta les compramos unas camitas muy cómodas para que se den la vida de reyes que merecen. Sé que Frodo me quiere más que a cualquier miembro de esta familia, y es que yo soy la que más cariño le da. Siempre he pensado que se parece mucho a mi, es un perro loquito, nunca "maduró", para mi sigue actuando como un cachorro, por lo mismo, es muy noble y no hay maldad en él.

5) En otros temas igual de ridículos, luego de considerar seriamente operarme los pechos para aumentarlos de tamaño, y compartir este plan con varios amigos (hombres), me sorprendió muchos que todos comentaran cosas favorables sobre Bloc y Party (así se llaman), como que tienen un tamaño adecuado, que no mame, y demás graciosadas. Aunque seguramente termine gastando mi dinero en algo mejor, la idea no abandona mi mente y quien sabe, a lo mejor luego me topan en la calle y ya estoy bien buena. Ah, por que también he pensado seriamente en ponerme implantes en las nalgas.

FIN

Una noche, pt. 1

No sé si debería llamarle "LA noche". Por momentos me sentía en una crónica de Xavier Velasco, o mejor aún, en un pasaje alucinante escrito por José Agustín.
Sin expectativas de nada, mas que salir de juerga ese sábado porque somos jóvenes y eso es lo que los jóvenes hacen, A. y yo partimos a Vallejo para una fiesta de Halloween. Como buen jovenzuelo amargado, mi acompañante desprecia la costumbre de disfrazarse para divertirse, pero yo no me desanimé y decidí improvisar: un gorro con orejas, un poco de maquillaje, y listo. Un oso-gato-perro abordaba su auto a las 9 de la noche. Después de unos veinte minutos de agradable travesía por el periférico, llegamos al lugar de la cita. Edificios de departamentos amontonados, construidos sobre curvas interminables, ladrillos y rejas negras, y un silencio desconcertante conformaban la postal que invariablemente ilustran el primer recuerdo de esa noche. Nos tomó un poco de tiempo encontrar el departamento correcto, pero en diez minutos nos encontramos dentro de una habitación pequeña, con todos los muebles hechos a un lado, con música de banda a todo volumen y unas nueve o diez personas riendo y platicando. Nos sentamos en unas sillas, un poco extrañados por la peculiaridad de la fiesta, e inmediatamente, la anfitriona nos ofreció bebidas y botana. Una vez que terminamos nuestros tragos, las chicas que estaban sentadas justo enfrente de nosotros, nos ofrecieron otro enseguida, y rellenaron nuestro plato de botana. Parecía que estaban al pendiente de todos nuestros movimientos, pero no con malas intenciones, al contrario, querían atendernos de la mejor manera posible. Sintiéndome extraña por tanta atención, decidí hacer lo propio con los asistentes. A la derecha, una pareja que rondaba los veintitantos, a todas luces aburrida, platicaba sobre cosas seguramente irrelevantes. Al centro, la mesa con los refrescos y las botanas, abundantes para la poca gente que había. Luego, un hada sangrienta, una porrista maldita y una gatúbela que tendrían 18 ó 19 años platicaban y reían escandalosamente. Continuando con el paneo, y mirándome fijamente, dos niñas, una vestida de diabla y otra de espantapájaros, me hacían la plática sobre mi nombre, mi disfraz, y mi celular.
Después de esa rápida inspección, A. y yo coincidimos en que había algo extraño en esa fiesta. Extraño pero no peligroso, extraño pero no desagradable. En fin, seguimos bebiendo atendidos por las chicas que no paraban de fumar y cantar. Después de una media hora, nuevos invitados llegaron, y me dio mucha risa ver sus caras de niños, de no más de quince años, pero su actitud supuestamente ruda y conocedora. Uno de ellos portaba incluso el famoso look reggaetonero, con ceja depilada, flequito de fraile y ropa ajustada con mucho bling bling. Cargaban con un cartón de caguamas, que no tardaron en compartir con todo el que quisiera, y se notaba que estudiaban a las ahí presentes, para emitir un veredicto sobre cuál estaba mejor.
En esas estaba cuando la espantapájaros se sentó al lado de mi y me preguntó mi edad. Le dije que 24 y ella dijo que tenía 11. Aunque su cara redonda hacía evidente que estaba chica, de todas formas me sorprendió estar en una fiesta con una niña. Empecé a observar con detenimiento a las otras y le pregunté, muerta de curiosidad, por sus edades. Todas tenían trece años. ¡¿Qué?! ¡¿Trece años?! El impacto fue muy grande. Me sentí como una señora, en una fiesta con niñas once años más chicas que yo, que tomaban y cantaban y bailaban y habían invitado despreocupadamente a los niños "ruditos" que se encontraron en la calle horas antes. Luego de atragantarme con la coca cola, decidí hacer a un lado esa parte doña de mi personalidad, no juzgar absolutamente nada y simplemente disfrutar la fiesta. Bailé un poco con las eufóricas, y hasta platiqué con uno de los barrio ahí presentes, que ocultaba algo en su chamarra y nunca quiso decirme qué era. Luego de un rato, comenzamos a recibir llamadas de un amigo, y emprendimos la huida. Ya en el auto comentamos riendo lo bizarro de la fiesta, de las niñas y sus invitados, de la música, y hasta de las bebidas, una cosa roja con limón que sabía a gomitas y sangría. Me dio gusto haberla pasado bien, y notar que A. también la había pasado bien, a pesar de su acostumbrada apatía. Con buen sabor de boca, desfilamos esta vez por la gustavo baz, para recoger a nuestro amigo, y una vez juntos, partimos hacia el centro, pensando que la noche se había puesto chingona. No teníamos idea de todo lo que faltaba...