El departamento despedía un olor desagradable. No había hecho la limpieza en semanas. La cocina estaba llena de trastes sucios, un cartón de jugo estaba tirado en el piso, el refrigerador estaba mal cerrado y adentro se pudría un queso junto a una caja de leche light, que nunca se iba a tomar pero que decidió comprar por su obsesión con la gordura. La sala estaba llena de botellas de cerveza, revistas, películas y ceniceros. Una caja de pizza se asomaba debajo del sillón. El baño tenía cabellos en el piso, la taza se veía sucia y el espejo tenía cientos de gotitas que obstruirían la visión del que quisiera mirar su reflejo.
Su cuarto no era diferente. En el buró junto a su cama había otro cenicero, lleno de bachas. Las paredes de la habitación, antes tapizadas con posters y fotos, sólo mostraban la pintura violeta que nadie había retocado en años. Sobre el escritorio estaba su computadora, oculta entre varias tazas de té que se olvidó de llevar a la cocina.
Ella estaba durmiendo en la cama, con las cobijas revueltas sobre su cuerpo desnudo. El enclaustramiento al que se había sometido sirvió de algo, ya no tenía el prominente estómago que la atormentaba. La pérdida de peso la había secado, sus senos ya no eran deseables, ahora colgaban inertes sin que alguien los hubiera tocado en meses. La blancura de su piel dejó de ser agradable, pues se convirtió en una pálidez permanente que le daba un aspecto enfermo. Su cabello estaba muy largo y desaliñado, hacía meses que no lo cortaba.
Una corriente de aire frío la hizo despertarse. Abrió los ojos, confundida y amodorrada. No sabía qué hora era. Después de unos minutos, se miró en el espejo que tenía colgado al lado de la puerta. No estaba segura de si en algún momento se le quitarían esas ojeras. Pensó que nunca antes se había visto tan patética. Percibió el olor a mugre que emanaba de su departamento y sintió vergüenza. Silenciosamente y sin que lo notara, algo se transformó.
Abrió su computadora y recordó lo que había estado haciendo la noche anterior, revisando mails de familiares y amigos que estaban preocupados por ella hasta que se hartaron de no recibir respuesta y dejaron de buscarla. El dolor de cabeza era tan fuerte que pensó en fumarse un porro para quitárselo, pero decidió que, al menos ese día, no lo iba a pasar apendejada.
Se puso una camiseta encima evitando mirarse en el espejo nuevamente. Quiso sacar unos calzones limpios del cajón, pero ya no tenía. Se puso el pantalón de la pijama y salió del cuarto. El tufo del lugar le pegó de lleno en la nariz. Fue a la cocina, sacó una bolsa de basura de la alacena y tiró absolutamente todo lo que encontró a su paso. Platos, ceniceros, vasos, envolturas, cajas, sobras de comida, cd's, papeles y botellas de cerveza fueron a dar al contenedor que habían puesto en el primer piso de ese edificio descuidado y gris.
Cuando regresó a su departamento se detuvo un momento en la puerta y lo observó detenidamente. Hacía mucho que no tenía contacto con otro humano, quién sabe por cuánto tiempo se había encerrado. Sin haber hablado en días, carraspeó y pronunció su nombre en voz alta. Después pronunció el de él.
Se sintió miserable y decepcionada. Estaba asombrada por su estado de deterioro. Había envejecido tanto desde que todo había pasado...
Decidió que no podía continuar así. El panorama de que podría morir en ese estado tan poco decoroso la asqueó. Recordó súbitamente que su cumpleaños sería la próxima semana. Quiso hacer algo por ella.
Lentamente, abrió todas las ventanas de su departamento. Los días nublados de junio siempre le habían gustado.
Trató de lavarse la cara en el lavabo, pero estaba asqueroso. El chorro de la regadera salió débilmente, y se acordó que tenía que pagar el agua. No había jabón, así que se enjuagó la cara y las axilas, consciente de que necesitaba salir de una vez aunque fuera para conseguir todos los víveres que hacían falta en su casa.
Fue a su cuarto y levantó unos pantalones de mezclilla del piso, revisó las bolsas y encontró una moneda de 5 pesos. Lo suficiente como para realizar una llamada, pensó. Se recogió el cabello en una cola, se puso unos lentes que ocultaran su rostro demacrado y se fue, azotando la puerta.
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