sábado, 26 de noviembre de 2011

Una noche, pt. 1

No sé si debería llamarle "LA noche". Por momentos me sentía en una crónica de Xavier Velasco, o mejor aún, en un pasaje alucinante escrito por José Agustín.
Sin expectativas de nada, mas que salir de juerga ese sábado porque somos jóvenes y eso es lo que los jóvenes hacen, A. y yo partimos a Vallejo para una fiesta de Halloween. Como buen jovenzuelo amargado, mi acompañante desprecia la costumbre de disfrazarse para divertirse, pero yo no me desanimé y decidí improvisar: un gorro con orejas, un poco de maquillaje, y listo. Un oso-gato-perro abordaba su auto a las 9 de la noche. Después de unos veinte minutos de agradable travesía por el periférico, llegamos al lugar de la cita. Edificios de departamentos amontonados, construidos sobre curvas interminables, ladrillos y rejas negras, y un silencio desconcertante conformaban la postal que invariablemente ilustran el primer recuerdo de esa noche. Nos tomó un poco de tiempo encontrar el departamento correcto, pero en diez minutos nos encontramos dentro de una habitación pequeña, con todos los muebles hechos a un lado, con música de banda a todo volumen y unas nueve o diez personas riendo y platicando. Nos sentamos en unas sillas, un poco extrañados por la peculiaridad de la fiesta, e inmediatamente, la anfitriona nos ofreció bebidas y botana. Una vez que terminamos nuestros tragos, las chicas que estaban sentadas justo enfrente de nosotros, nos ofrecieron otro enseguida, y rellenaron nuestro plato de botana. Parecía que estaban al pendiente de todos nuestros movimientos, pero no con malas intenciones, al contrario, querían atendernos de la mejor manera posible. Sintiéndome extraña por tanta atención, decidí hacer lo propio con los asistentes. A la derecha, una pareja que rondaba los veintitantos, a todas luces aburrida, platicaba sobre cosas seguramente irrelevantes. Al centro, la mesa con los refrescos y las botanas, abundantes para la poca gente que había. Luego, un hada sangrienta, una porrista maldita y una gatúbela que tendrían 18 ó 19 años platicaban y reían escandalosamente. Continuando con el paneo, y mirándome fijamente, dos niñas, una vestida de diabla y otra de espantapájaros, me hacían la plática sobre mi nombre, mi disfraz, y mi celular.
Después de esa rápida inspección, A. y yo coincidimos en que había algo extraño en esa fiesta. Extraño pero no peligroso, extraño pero no desagradable. En fin, seguimos bebiendo atendidos por las chicas que no paraban de fumar y cantar. Después de una media hora, nuevos invitados llegaron, y me dio mucha risa ver sus caras de niños, de no más de quince años, pero su actitud supuestamente ruda y conocedora. Uno de ellos portaba incluso el famoso look reggaetonero, con ceja depilada, flequito de fraile y ropa ajustada con mucho bling bling. Cargaban con un cartón de caguamas, que no tardaron en compartir con todo el que quisiera, y se notaba que estudiaban a las ahí presentes, para emitir un veredicto sobre cuál estaba mejor.
En esas estaba cuando la espantapájaros se sentó al lado de mi y me preguntó mi edad. Le dije que 24 y ella dijo que tenía 11. Aunque su cara redonda hacía evidente que estaba chica, de todas formas me sorprendió estar en una fiesta con una niña. Empecé a observar con detenimiento a las otras y le pregunté, muerta de curiosidad, por sus edades. Todas tenían trece años. ¡¿Qué?! ¡¿Trece años?! El impacto fue muy grande. Me sentí como una señora, en una fiesta con niñas once años más chicas que yo, que tomaban y cantaban y bailaban y habían invitado despreocupadamente a los niños "ruditos" que se encontraron en la calle horas antes. Luego de atragantarme con la coca cola, decidí hacer a un lado esa parte doña de mi personalidad, no juzgar absolutamente nada y simplemente disfrutar la fiesta. Bailé un poco con las eufóricas, y hasta platiqué con uno de los barrio ahí presentes, que ocultaba algo en su chamarra y nunca quiso decirme qué era. Luego de un rato, comenzamos a recibir llamadas de un amigo, y emprendimos la huida. Ya en el auto comentamos riendo lo bizarro de la fiesta, de las niñas y sus invitados, de la música, y hasta de las bebidas, una cosa roja con limón que sabía a gomitas y sangría. Me dio gusto haberla pasado bien, y notar que A. también la había pasado bien, a pesar de su acostumbrada apatía. Con buen sabor de boca, desfilamos esta vez por la gustavo baz, para recoger a nuestro amigo, y una vez juntos, partimos hacia el centro, pensando que la noche se había puesto chingona. No teníamos idea de todo lo que faltaba...

1 comentario:

Luis Enrique dijo...

Todo pinta para que la segunda parte de esa noche sea algo muy bueno